LOS TALLERES FERROVIARIOS

INFORME


Escribe RODY MOIRON – Cuando llegó el Ferrocarril a Junín, las autoridades de la empresa no consideraron conveniente la instalación de taller alguno, por estimar que, al ser nuevas, las formaciones no requerirían reparaciones y una estructura para tal fin resultaría en un aumento inútil de los costos. Y durante un tiempo sucedió así.
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Pero un día, una travesura infantil, casi creó una catástrofe. Benjamín Quillango –quien años más tarde sería intendente- y un grupo de amiguitos, con una sierra, cortaron un trozo de riel para ver qué pasaba. El pícaro sabotaje no logró que el tren descarrilara, pero sí que se rompieran diez ruedas.

La formación se detuvo y los pasajeros debieron descender quinientos metros antes de llegar a la estación. A los que tenían por destino Junín mucho no les importó el percance, pero los que viajaban a Mendoza pusieron el grito en el cielo. Culparon a los maquinistas y, aunque no llegaron a ejercer violencia física sobre ellos, un pasajero le quitó el pica boletos al guarda y les agujereó las solapas de los sacos, en dónde estaba bordado el escudo de la empresa ferroviaria.
Finalmente se descubrió el motivo del accidente y se atrapó a los niños bribones. Quillango se defendió diciendo que lo había hecho por el bien común y cuando le solicitaron que aclarara qué quería decir con eso, los envolvió con tanto palabrerío que lo dejaron ir, pensando que era un buen chico.
Frente a las vías tenían una herrería artesanal Franz y Fritz Rocco. Unos mellizos de madre alemana y padre napolitano que fabricaban yunques. Los Rocco tenían anchas cejas negras y con sinofridia y ojos celestes como el mar. Y una robustez y unas manazas desmedidas que parecían la máxima expresión del vigor híbrido de la unión de las dos razas paternas. Su apariencia provocaba miedo. Se decía que tanto uno como el otro eran capaces de tomar un gran trozo de hierro y moldear un yunque tan solo utilizando sus manos. Quizá fuese por eso el singular nombre de su taller: “Herrería la plastilina de fierro”.
Al notar lo que había sucedido con el tren, los hermanos se acercaron al lugar.
Los pasajeros tomaron dos actitudes diferentes: los que vivían en Junín y se habían quedado por curiosidad, salieron corriendo hacia sus casas y los que iban a Mendoza se armaron con palos y piedras.
Pero la bondad de Fritz y Franz era inversamente proporcional a lo recio de su apariencia. Y sin decir una palabra se pusieron a reparar el tren. Mientras uno sostenía levantado el vagón, el otro sacaba una rueda, la llevaba al taller, la reparaba y la volvía a colocar.
Tres horas más tarde el tren estuvo en marcha nuevamente. La compañía recompensó a los mellizos y les transmitió a todos los maquinistas que cuando tuvieran algún inconveniente mecánico acudieran a ellos.
La frecuencia del paso de las formaciones fue aumentando, su antigüedad creciendo y las roturas siendo más frecuentes, por lo que los Rocco encontraron que ganaban más dinero con el ferrocarril que vendiendo yunques.
Muy pronto trasladaron sus herramientas junto a las vías. Luego construyeron un galponcito y más tarde debieron contratar empleados. Al cabo de unos pocos años el taller tomó dimensiones considerables y trabajaban en él más de tres mil obreros.
Como legado de aquel emprendimiento quedó “La Fornida”, la primera locomotora fabricada en el país –en el taller de los Rocco- construida con una extraña aleación de metales, que nunca logró ponerse en funcionamiento y que hoy es exhibida en el Museo de Lantánidos y Actínidos de Marano di Napoli.

laverdadonline.com – 05/01/2015