Tarda 6.20 horas en llegar, dos más que en sus años de esplendor. Los pasajeros viajan congelados, con las ventanas rotas y asientos vencidos. Falta seguridad y el riesgo de descarrilamiento es latente.
El tren anda. Y casi siempre que sale de Constitución llega a
destino: Mar del Plata. “Anda” quiere decir funciona, se mueve. Repite
el viaje todos los días del año, por eso el servicio se llama “Diario”. A
la ida, de noche; a la vuelta, de día, estría la panza bonaerense
durante 6.20 horas. Va. Se balancea hacia los costados bruscamente, en
un movimiento desconcertante como el que imitan los simuladores de
terremotos. Cada tanto ese vaivén se hace vertical y los pasajeros
despegan la cola de sus asientos, como cuando un avión se precipita en
un pozo de aire. El tren corre sobre las vías, aunque por el sonido que
expande en su camino pareciera que se arrastra en una queja metálica.
La
formación se mueve. Y a la vez quedó detenida en algún punto del
tiempo. Los pasajeros se acostumbraron a tolerar las ventanas astilladas
por los piedrazos, baños sin agua ni papel, asientos vencidos y
despellejados. Viajan y conviven con las evidencias del abandono, la
desidia y el desinterés de años que podrían ser décadas.
En
Constitución se subieron al tren 180 personas; más de la mitad de la
capacidad de los seis vagones, que se lanzaron hacia la ciudad atlántica
en punto, a las 23.05. Tratándose de un miércoles, la gran mayoría de
los pasajeros iba a trabajar a Mar del Plata, y esa noche la gente
durmió acurrucada en los asientos de la “clase única”, que cuesta 78
pesos, sin calefacción, con un baño por vagón con inodoros sin fin desde
los que se ve pasar la vía. Todos esos vagones muestran lo mismo:
personas encapuchadas en posición fetal o enrolladas en toallas de las
más variadas estampas o abrazadas a sí mismas para combatir el frío y
buscar otro viaje en el sueño, que además acorta las distancias.
Los
insomnes se juntan entre vagones a calentar el cuerpo con humo de los
diferentes tipos de cigarrillos, legales o ilegales. Algunos toman mate o
llenan vasos de plástico con vino tinto; todo sirve para sacar del
cuerpo el aire húmedo y gélido que se filtra por las puertas mal
cerradas. Otros se dejan sacudir en un silencio aparente. Casi nadie se
queja.
En los vagones de la clase Pullman (108 pesos) es al revés:
algunos no pueden dormir sofocados por el calor de la calefacción. De
allí, en medio de la madrugada, sale una señora envuelta en jogging. No
aguanta el calor, tiene miedo de toparse con el frío al bajar y
enfermarse. Respira en el lavabo del baño. Busca el espejo pero se
encuentra sólo con su forma, dibujada por el pegamento que alguna vez lo
sostuvo. Para algunos, la culpa del abandono la tienen los responsables
del servicio. Para otros, como ella, que se llama Ana, es el pasajero
que “no cuida nada y rompe todo”. Al menos en el viaje del miércoles no
había personal de seguridad que evitara posibles daños.
De los
tiempos de esplendor, de cuando este tren tardaba la mitad que lo que
demoraba el micro de aquellos años y lucía como en las fotos que decoran
la boletería de Ferrobaires –que no se sabe si pretenden engañar o
rendir homenaje–, sobrevive el coche comedor, que esta noche ofrece
pebetes de jamón y queso o milanesa a la napolitana. Casi nadie cena. Un
señor de bigote blanco se sienta a tomar una cerveza. Está solo. No
habla. Bebe un trago y fuma un Marlboro. Repite la secuencia hasta que
en el cenicero se juntan cinco colillas aplastadas y la lata se vacía.
Cada tanto mira el reloj, mientras a su alrededor se balancean las
cortinas rosas con volados, opacadas por el polvo que tal vez acumulan
desde la última restauración de este vagón, en 1994. Observa el partido
de chinchón que disputan, entre estación y estación, los guardas, los
mecánicos y los mozos del tren. Detrás suyo Liliana le susurra a
Osvaldo: “Esto hace treinta años era una maravilla. Ahora no lavan ni
las cortinas”.
Al llegar a Mar del Plata, a las 5.20 de la
madrugada, Tatiana confiesa que viajó con temor a que el tren volviera a
descarrilar, como días atrás: “Con esos saltos pensaba que salíamos
volando. El tren es viejísimo pero bueno, llega”. No se oyen más
protestas.
Horas después del viaje, un mecánico de Ferrobaires, la empresa del Estado provincial que administra el servicio, confiesa a Clarín
que casi no hay mantenimiento: “Las vías no están en óptimas
condiciones. Pero eso no quiere decir que no pueda correr un tren. El
tema es que no se mantiene nada y lo que se hace, se hace mal”. Con la
condición de que no se publique su nombre, agregó: “Es un tren muy
barato, no le dan bola. La gente que viaja no puede pagar otra cosa y se
acostumbra, como todos”.
La costumbre vence la indignación. Lo
que viaja con los pasajeros en esta madrugada de jueves es una
resignación que, paradójicamente, puede emparentarse con la dignidad. “Y
bueno, está feo, pero es lo que podemos pagar. Si no, tomaríamos el
Talgo o el micro, que valen el doble”, fuerza la voz Mario, vendedor de
ropa, desde el estribo. Y el tren desacelera. Y entre las sombras, bajo
un cielo borravino, aparece adelante, en una simetría espectral, la
arquitectura de la estación marplatense, con los modernos buses de un
lado del andén y un viejo tren blanco que chilla su arribo del otro: un
lamento maquinal que se reitera a diario.
CLARIN - 12/09/12